La mano se desliza sobre una
cuartilla de papel cuadriculado
esculpiendo letras con finos
y delicados trazos.
Las palabras brotan sin cesar,
escupiendo frases, hasta llenar
toda la superficie del papel.
No es la mano la que escribe,
no es el pensamiento quién lo dicta,
no es la mente la que inspira.
Es un impulso, un estímulo, casi
eléctrico, que te adentra en otra
realidad.
La mente, el pensamiento y la mano,
como si de un trabajo colectivo se
tratase, plasman emociones en
forma de símbolos, que al leerlos
transmiten su propia conciencia.
Las palabras pierden la forma y se
transforman en fantasía, sueños y
sentimientos. Penetran a través
de los sentidos hasta fundirse en
ellos.
El papel cuadriculado desaparece y
con él, las palabras.
El poema nace a la vida, como en el
parto de una mujer, desde lo más
profundo de sus entrañas.
Las palabras forman parte de la
realidad, el pensamiento y la mente
de la conciencia y el poema es parte
de la propia esencia.